El objetivo contiene el espacio que quiero inmortalizar, un círculo tan pequeño que, sin embargo, puede retener un momento mágico, irrepetible. La fotografía detiene el tiempo, vence el temor de que todo se pierda algún día. Es suficiente con un clic. Esa imagen y, sobre todo, lo que evoca serán nuestros para siempre. Esa es la idea que siempre me ha gustado de la fotografía. Los momentos que puedo compartir con los demás. Con el paso del tiempo, esas fotografías han contenido una vida que hay que volver a mirar para sentirse de nuevo como en todos esos instantes que intenté detener. Sin perder nada. Incluso cuando dejemos de existir, esas fotos sabrán conservar lo que cuentan. Y los que aman podrán captar en cualquier momento ese matiz que, quizá, han perdido en el frenesí de la vida. Cuántos recuerdos y alegrías, aunque también cierta tristeza por lo que ya no puede volver. No obstante, el placer consiste en mirarlas una y otra vez. Y, por encima de todo, en comprobar que nuestros rostros aparecen siempre, y verlos cambiar, una página tras otra. La fotografía es mi manera de expresarme. También el dibujo, mi otra afición, pero no es lo mismo que cuando pulso el disparador de una cámara. Cuando miro una foto veo un fragmento de mi vida y recuerdo perfectamente ese día. Luego sonrío. Sé que seguirán estando ahí cuando yo me haya marchado. Tal vez alguien que sepa mirar bien dentro de ellas pueda llegar a ver la sonrisa de mi alma. En caso de que así sea, será mi verdadera herencia.
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