Soy el polo opuesto de mi padre, y eso hace sentirme un poco mal. Nos quiere, nos quiere muchísimo, daría todo por la familia, lo único es que me gustaria que me entendiese. Pero como dice él, solo tengo quince años, de manera que ¿qué puedo saber de la vida? Es cierto, y quizá sea inevitable que seamos tan diferentes.
En cambio, me siento en sintonía con ella, con Helena. Su entusiasmo, la energía y la sonrisa con la que lo vive todo la hacen arrebatadora. Somos afines, nos entendemos sin necesidad de intercambiar muchas palabras. La quiero y espero que tenga una vida feliz. Se la merece de verdad. Ella confia en mi, cree en mi, me respeta y se hace respetar. Ella es leal con los demás, distinta y madura. Sabia. Sí, ¡Helena es sabia, pese a que no lo sabe! Y es justo que sea asi, es justo que conserve esa inocencia soñadora que no supone ser demasiado ingenuos o alelados, sino conservar sobre todo la capacidad de sorprenderse.
Y además está mi madre, a la que adoro, porque siempre se sacrifica sin lamentarse jamás, con el único deseo de darnos lo que necesitamos, sobre todo amor. Me gustan sus manos, algo delgadas; la sonrisa que ilumina sus ojos cuando habla de nosotros o el olor de su piel cuando cocina. Olor a antiguo, a algo que me recuerda a mi infancia. Un olor bueno.
Adoro a mis abuelos, las raices de lo que yo soy, la sencilla franqueza de unos sabios que han visto el mundo y las cosas. Los adoro porque dentro de sesenta años me gustaría ser como ellos, seguir enamorado de la vida y, tal vez, del chico que la ha compartido y transformado conmigo. Una auténtica apuesta que debe jugarse con lealtad. Ahora quiero a un chico dulce y sincero, que por encima de todo, sea mi amigo. Le quiero y espero que ese sentimiento no acabe, que me haga sentir siempre tan bien como ahora. Y, sin embargo, a veces experimento un extraño miedo, tengo la impresión de que esto que se está construyendo no tardará en finalizar o de que quizá este no sea mi camino. No sé por qué. Sensaciones. Pero bueno, mientras tanto sigo adelante. Viva la vida.
En cambio, me siento en sintonía con ella, con Helena. Su entusiasmo, la energía y la sonrisa con la que lo vive todo la hacen arrebatadora. Somos afines, nos entendemos sin necesidad de intercambiar muchas palabras. La quiero y espero que tenga una vida feliz. Se la merece de verdad. Ella confia en mi, cree en mi, me respeta y se hace respetar. Ella es leal con los demás, distinta y madura. Sabia. Sí, ¡Helena es sabia, pese a que no lo sabe! Y es justo que sea asi, es justo que conserve esa inocencia soñadora que no supone ser demasiado ingenuos o alelados, sino conservar sobre todo la capacidad de sorprenderse.
Y además está mi madre, a la que adoro, porque siempre se sacrifica sin lamentarse jamás, con el único deseo de darnos lo que necesitamos, sobre todo amor. Me gustan sus manos, algo delgadas; la sonrisa que ilumina sus ojos cuando habla de nosotros o el olor de su piel cuando cocina. Olor a antiguo, a algo que me recuerda a mi infancia. Un olor bueno.
Adoro a mis abuelos, las raices de lo que yo soy, la sencilla franqueza de unos sabios que han visto el mundo y las cosas. Los adoro porque dentro de sesenta años me gustaría ser como ellos, seguir enamorado de la vida y, tal vez, del chico que la ha compartido y transformado conmigo. Una auténtica apuesta que debe jugarse con lealtad. Ahora quiero a un chico dulce y sincero, que por encima de todo, sea mi amigo. Le quiero y espero que ese sentimiento no acabe, que me haga sentir siempre tan bien como ahora. Y, sin embargo, a veces experimento un extraño miedo, tengo la impresión de que esto que se está construyendo no tardará en finalizar o de que quizá este no sea mi camino. No sé por qué. Sensaciones. Pero bueno, mientras tanto sigo adelante. Viva la vida.
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